domingo, 19 de diciembre de 2010

Procrastinare humanum est

Hoy, después de varios meses de desidia y postergaciones varias, me he decidido a escribir de nuevo. Procrastinare humanum est. Y digo “desidia” porque no era por falto de ideas. En cada oportunidad posible, en el que mi ocio considera pertinente soltarle el bozal a mi mente, una serie de historias, párrafos, versos malos y escenas variopintas se entrelazan en mi interior, creando el que, en su momento, se convierte para mi crítico interno en el escrito perfecto.

Curiosamente, esa culminación ha llegado precisamente en el momento en el que, ya en la cama, el cansancio me vence. Amorosamente y con aires de complicidad, se acerca a mi oido y da el consejo de siempre: “Escríbelo mañana”. Repasando cada línea y cada idea, cada personaje o aforismo, cierro los ojos y me quedo profundamente dormido. Ser alguien con el sueño tan profundo suele tener la desventaja de que, a la mañana siguiente, puede despertar sintiendo que el día anterior fue solo un sueño, ya cuando menos una fecha tan lejana como el nacimiento. Y todo se pierde en la límbica penumbra del olvido, esa Belle indiference que, a falta de otro calificativo, se convierte en la madre que protege, pero tras la puerta es peor que el más pérfido verdugo.

Regresar a la palabra escrita siempre me ha supuesto un problema. No solo por la falta de costumbre, sino que, para mí, es un terreno sumamente peligroso. Lo dicho, perdido está. No obstante, aunque el papel es siempre el mejor confesor, es sumamente rencoroso, muchas veces traicionero, que suele darnos la espalda a la hora de los juicios. El que escribe, al igual que el que habla, debe diseccionar bien cada palabra antes de expresarla, de regalarla o de fustigar con ella. La diferencia es que lo dicho suele morir con los hombres; quien escribe se condena de por vida, y más allá de la misma. Tambien hay que dicernir entre el ser conciso, en escribir lo propio y lo justo, con la hipocresía del que engaña a su lector. Y seamos claros: me refiero a que, para empezar, quien escribe debe tener la convicción de que se escribe justo lo que se quiere escribir. Y no es justo engañar a su primer y más importante lector, en este caso, uno mismo.

Por que no decirlo, toda esta palabrería no es más que un primer intento de justificar esa aridez en que se ha convertido mi quehacer literario, a la par de que nunca me he considerado escritor, menos que lo que escribo sea bueno. Las excusas siempre son mejores que las razones. Me niego a ser autobiógrafo y cronista, pero tampoco un poetilla de cantina. Me joden los escritos melosos y la poesia de postales, aunque suelen ponerme melancólico los versos de Benedetti. Odio comenzar diciendo “Habia una vez…”, pero las historias malas nunca tienen comienzos buenos. Y cada vez que encuentro el hilo correcto a esa madeja de estupideces que llenan mi cabeza, el mañana se vuelve la mejor hora para empezar a escribirlo…

Y “mañana” nunca llega.

Por supuesto, el mejor modo de volver a escribir es no pensarlo. Comenzar, del modo que sea, tomando como combustible cualquier paja mental disponible, supone dos ventajas. La primera, que será el detonante ideal pues solo se necesita un paso para, en el momento adecuado empezar la carrera. Aunque en el mejor de los casos solo estemos perdiendo el tiempo.

Y la segunda ventaja es que siempre habrá quien pierda el tiempo contigo.

Gracias queridos lectores, por ser cómplices de este vagabundo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

vamo arriba